jueves, 29 de julio de 2010

Los trenes

Estaba muy apurado como para cualquier cosa. No recuerdo hacia dónde caminaba - no sé si acaso me lo había preguntado - pero mis pies se movían rápido y mis ojos no miraban a ningún lugar. El frío de las mañanas en invierno me hizo refugiarme en los bolsillos y sólo pensaba en llegar, cuando tú te cruzaste. Caminabas por la vereda, en la misma dirección de mi destino - sea cual fuese - acompañada por dos personas mayores. Quizás tus padres. Quizás dos extraños. No lo sé.

Apostaría que se trataba de un día como cualquier otro, pero no estoy seguro de que hubiera alguien más en la calle. Sólo ustedes y yo. O ellos y nosotros, pues los ancianos - cada vez que los miraba parecían cargar más años - parloteaban caminando, ahora delante nuestro, como si no notaran nuestra presencia. Y tú, para mi bendito asombro, estabas a mi lado y seguías mis pasos impidiéndome que cruzara la calle. Fue en esa pulseada ingenua, en que te interponías y yo intentaba esquivarte, que por primera vez nos miramos a los ojos. Y una lágrima bajó a tu mejilla anunciando que todo esto no era un juego. Me dijiste que no me vaya, que siempre lo hacía, y me sumé a tu silencio.

Caminamos de la mano por un tiempo, si es que el tiempo seguía pasando. Aquellos viejos se habían convertido en sólo un susurro, tomados del brazo tras sus grandes abrigos, sobrios y elegantes. Tú cargabas una boina oscura y tu pelo, justo sobre los hombros, dejaba ver tu rostro, dulce y ya no tan triste. Entonces me apretaste la mano, deteniendo mi andar y mi distracción: delante mío estaban las vías del tren, que lentamente se acercaba mientras los ancianos, a nuestro lado, esperaban pacientemente que terminara su cruce, hablando como siempre.
 
Ya no pasan muchos trenes por estos lugares. Apenas quedan unos pocos vagones de carga. Pero este tren era distinto. Lo confirmé cuando, tirando de mi mano, me subiste a él, contigo. Estaba completamente vacío, y aunque se dejaba notar el paso de los años su sencillez lo mostraba bien cuidado.
 
Allí reímos juntos, saltando por el pasillo, desparramados sobre las butacas. Jugando, divertidos; desafiando al invierno que invita a quedarse bajo una manta y que con el frío y la niebla ofuscaba las ventanillas, quitando la vista. No sabía donde estábamos - nunca lo supe - cuando te levantaste y tiraste de mi mano nuevamente, obligándome esta vez a bajar detrás tuyo. Parecía no importarte nunca la falta de estaciones, boletos, gente o cualquier cosa que me sacara de mi asombro por lo que ya parecía un sueño.
 
Quedamos junto a las vías de un tren que se alejaba, despacio y constante. Habían dos ancianos que empezaban a cruzar y tú, soltándome la mano, te fuiste junto a ellos. Y reímos juntos por última vez, cuando te volteaste sobre tu hombro para mirarme, escondiéndote entre la gente tal como lo hacen los trenes.

sábado, 24 de julio de 2010

De burros y zanahorias

¿Un sueño? ¡Pero qué cosas dices!
¡Oye! Baja la voz. No querrás que te escuchen.
¿Es que acaso no comprendes?
Tú no puedes estar cansado.
Ya habían puesto tu nombre junto a aquella cruz
donde pintaste tu huella.
Ahora, todo está escrito. Acostúmbrate,
pues nada podrás cambiar.
Los suelos han de pintarse con tu sudor
y tu sangre, sólo así serás libre.
Pero témele a la muerte;
dicen que existen guillotinas
para quienes osan romper el contrato
en que acordaste empeñar tu esfuerzo
a costa de lo que fuera sucediera.
Es el precio de entrada al Edén.
Todo podrás tenerlo,
siempre que te mantengas en silencio
y no te salgas de la fila.

Extracto de las "Fábulas de la rutina contemporánea"
, precisamente de aquella titulada "La divinidad comediante", sobre las respuestas que diera una vieja mula a las querellas de un asno joven durante el siglo XVII, mientras descendían cargados con plata de la mina del Cerro Rico hacia la Villa Imperial de Potosí, que pudieron ser anotadas por un tercer animal a pesar del silencio de los hombres.

martes, 6 de julio de 2010

Sin manuales

¡Si acaso parece ayer
cuando semilla yo era,
por sus manos y maneras
moldeado y puesto a crecer!

Por favor, tiempo, no puede
usted así despedirse.
Ayúdeme a redimirme,
a que en páramo no quede.

Alimentar a las fieras,
con mi carne y mis lamentos,
será si en este momento
me soltase usted ahí fuera.

Suplico tenga mi mano
y acompañe mi sentir,
pues de enseñarme a vivir
creo que se ha olvidado

o será que en la madeja
no hallo las instrucciones
y me asaltan los temores
si lo veo que se aleja.